¿Qué sabemos sobre la Catalepsia?

El miedo a ser enterrado vivo quizás sea más viejo que el propio miedo a la muerte. Los errores de diagnósticos, los mitos populares y la improbable y nunca probada catalepsia inspiraron más de una novela tenebrosa y quizás alguna disposición protectora entre la parafernalia testamentaria.

Quien de ustedes no ha escuchado a algún conocido comentando un caso de catalepsia, que él no vio pero que se lo contaron, quién no escuchó hablar del caso del famoso animador Héctor COIRE, insisto, mitos que nunca han sido probados y que generalmente son producto de la ignorancia en la materia abonada por el miedo antes mencionado.

Debemos tener en cuenta que recién hace solo unos ciento cincuenta años que el Dr. BOUCHOUT, propulsor del estetoscopio, propuso la oscultación como método de diagnóstico para dictaminar la muerte. Pero, todos los médicos saben que ante determinadas circunstancias los latidos pueden ser inauscultables.

En realidad la discusión científica la comenzó el Dr. Jacques WINSLOW hacia el año 1700, afirmando que el único signo indiscutible de la muerte era la putrefacción. Sus escritos, junto a una serie de relatos sin ningún sustento científico ni comprobación fehaciente, pero de popular predilección, hicieron de esta posibilidad un elemento a considerar.

El tema fue de trascendental importancia en Alemania donde el destacado profesor HUFELAND diseñó los primeros «Asilos de Vida Dudosa»,  donde se guardaban los cuerpos con exquisitos arreglos florales hasta que los gérmenes saprofitos realizasen su trabajo confirmando el proceso de la defunción.

Para ser más claros, eran salones similares a las actuales salas velatorias donde se depositaban varios muertos a la espera de su putrefacción. Las flores eran para disimular los olores cadavéricos. Cuando comenzaban a verse los signos de la putrefacción un oficial público le preguntaba al presunto cadáver  tres veces su nombre y apellido, si no recibía respuesta se lo daba oficialmente por muerto.

En el año 1868, SARMIENTO impuso algunas de esas normas germanas en su reglamento mortuorio, normas que aún hoy están vigentes, como por ejemplo la de no poder ingresar un fallecido al cementerio antes de las 12.00 hs. de producido su deceso y no más de 36 hs posteriores o la de no poder cremar un fallecido antes de haber transcurrido 24.00 hs de su fallecimiento. 

Ese infundado temor  a no estar realmente muerto hizo crear toda una gama de ataúdes, como el “Karnice” (diseñado por un conde ruso del mismo nombre) para asegurar la sobrevida del recién llegado al mundo de los muertos mientras avisaba en la superficie  su retorno al mundo de los vivos. Por nuestras latitudes permanecen en la memoria los insólitos requerimientos del Sr. GATH (de la tienda GATH y CHAVEZ) quién fue sepultado en su bóveda de Recoleta sosteniendo entre sus manos un dispositivo eléctrico para abrir el féretro en caso de necesidad imperiosa. Es de destacar que a la redacción de la presente el sistema no ha sido activado.

Los ingleses, siempre tan prácticos,  solían dejar una generosa suma de dinero a su médico personal para que se asegurase de que no habría un desagradable retorno. El galeno,  para no andar con vueltas, cortaba entonces la yugular.

A medida que la ciencia aseguraba sus métodos de diagnóstico estos miedos fueron perdiendo fuerza, aunque cada tanto surgía un nuevo relato sensacionalista  de la mano de algún fanático de las teorías de BRUSHIER y HUFELAND.

Hoy ese temor ha sido reemplazado por otro más sofisticado, bajo la sospecha de que nuestras vidas  podrían acortarse ex profeso, por inescrupulosos profesionales médicos  ávidos de obtener nuestros latientes corazones o nuestros jugosos riñones (en especial de niños) para transplantes, temor prolongado por películas y lecturas pasatistas inspiradas en estos temas truculentos  que nuestro morbo nos empuja a consumir sin analizar que una ablación y el posterior transplante requiere de un complejo y costosísimo proceso anterior y posterior al mismo.